En mi casa siempre hemos tenido gatos y perros. Desde pequeña he estado completamente enamorada de los gatos, mi madre siempre me dijo que yo era muy gata y yo también lo sentía así. Me identificaba con la independencia felina, también siempre he sido arisca excepto cuando me apetecían mimos. Los perros nunca habían sido muy santos de mi devoción, me rechinaba esa fidelidad estúpida, ese esperar a que el dueño dé alimento y cariño.
El otro día hablando con una amiga me di cuenta de que gata o perra realmente eran dos maneras ideales de definir mi personalidad como sumisa, de definir mi antes y mi después. Antes imaginaba a mi gata como un ser extremadamente cariñoso y entregado a mí. La imagino sentándose en mi teclado mientras escribo, metiendo la cabeza bajo mi brazo entorpeciéndome por completo. Yo la quería pero me hartaba, acababa echándola de la habitación enfadada con ella. Lo que yo no entendía es que mi gata no venía a darme cariño, venía a reclamarme atención, por ella, porque ella necesitaba esas caricias en ese momento. Yo antes era así, disfrazaba el estar constantemente reclamando la atención del Amo, de sumisión. Me enfadaba cuando no obtenía el resultado que quería, cuando la orden que me daba no me gustaba. Buscaba el castigo porque prefería llorar y satisfacer esa necesidad de atención, por no decir lo mal que me sentaba que el castigo no fuese todo lo duro que yo creía que debía ser, como si eso fuese directamente proporcional a la atención que me estaba dando. Esto es algo que ahora me alivia entender. No comprendía por qué antes quería y necesitaba castigo y ahora lo odio.
Por otro lado antes tenía la sensación de que mi Amo salía con sus amigos por alejarse de mí, que cuando se iba no me ordenaba nada porque estaba harto de lo que conllevaba ser mi Amo. Yo sufría, no entendía por qué no funcionaba, podía hacerle lo que quisiera a Su mujer, yo le obedecería y serviría, creía que sería un sueño para Él y, sin embargo, lo consumía y agotaba. Ahora sé que era esa gata que se planta en el teclado llamando su atención, la que entorpece en vez de facilitar. Servía por puro egoísmo, entregaba para recibir algo a cambio, algo concreto y que si no obtenía me frustraba y me entristecía. Entonces empezaba con mis quejas, empezaba con mis maullidos que lo volvían loco porque no eran más que exigencias disfrazadas de falsa entrega. Últimamente miraba a los gatos y me resultaba curioso que ya no me identificaba con ellos, me resultaba extraño porque es de esas cosas que tienes interiorizadas, como algo que realmente forma parte de ti. Pero es que ya no soy gata, no me apetece ser rebelde ni arisca, no me apetece buscar castigos, ni siquiera caricias, por supuesto que acato con los unos y sonrío con las otras, pero ahora disfruto realmente de dar sin esperar nada a cambio. He descubierto que cuando no esperas nada a cambio obtienes las mejores sensaciones, las mejores caricias y las más bonitas palabras. Ahora me siento como una perra serena tumbada a los pies del Amo, silenciosa y tranquila, dispuesta a obedecer si Él da una orden o saboreando las caricias que Él quiera darme. Aparentemente puede parecer peor, pero ya no siento que tenga ganas de descansar de mí, ya no siento que lo agoto, ya no me echa de la habitación por pesada, ya no me dice: “Déjame un rato, por favor” agobiado. Ahora sé que las caricias que me da es porque quiere realmente dármelas. Y esa paz es lo que siempre he querido, no estoy ansiosa buscando algo, buscando mimos y azotes, simplemente vivo templada y entregada.
No me malinterpretéis, esto es solo una metáfora, sigo queriendo y cuidando a mi gata, pero cuando miro a mi perra en su cama, tumbada pero sin quitarme ojo, sonrío y me veo reflejada en ella. Sé cómo me quiere, sé que confía en mí, que me adora y adora mis caricias pero no me las exige. Sé que sabe que la cuido, que no le voy a hacer daño… al fin la entiendo, al fin entiendo esa fidelidad perruna, esa lealtad hacia quién crees que la merece, es la que yo siento hacia mi Amo.
Me hace gracia porque ahora no paro de ver paralelismos entre los perros y yo. Hace un tiempo en el programa “El encantador de perros” escuché que lo peor que se les puede hacer es tratarlos como si fuesen humanos. Se confunden, pierden su sitio y es cuando se vuelven inestables. Decían que aceptar lo que realmente eran, era la mejor manera de quererlos. Me siento muy identificada, en cuanto me trata mínimamente de igual a igual empiezan mis angustias, sale mi soberbia y mi coraje, es cuando se me agarra un nudo en estómago, pierdo mi sitio, pierdo mi norte. Pero cuando me trata como a su perra estoy completamente equilibrada y serena, me siento aceptada. El problema es que está demasiado arraigada la idea de que si consideras a alguien “por debajo” de ti, vas a aprovecharte, a tratarlo mal y esa persona sufrirá. Pero que eso ocurra no significa que ocurra siempre. Yo quiero estar aquí, debajo de Él, soy tremendamente feliz así, no me estoy convenciendo, no es una fantasía sexual, es una certeza en el pecho de que mi lugar es este, que nací para esperar silenciosa en un rincón Sus órdenes o Sus caricias, nací para hacerlo lo más feliz posible y sin esperar nada... pero es que sin esperar nada, al final sí he obtenido algo, mi felicidad.
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