jueves, 7 de diciembre de 2017

El patio del colegio

Hay una cosa de escribir que me apasiona y me asusta a partes iguales. Teclear, deslizar el boli en el papel, son de las mejores técnicas que tengo para descubrirme, para destapar esas pequeñas cosas que me impiden crecer pero pasan desapercibidas. Muchas veces antes de ponerme a ello cierro los ojos y hago una pequeña meditación para conectar con mi parte más profunda, le pido que se acerque y que sea ella la que guíe mis dedos. En estas ocasiones necesito música indispensablemente porque escribo a ritmo, sin pensar, solo dejo que mis dedos escriban lo que desean, lo que les sale... Mi intención con esta canción era escribir una historia inventada que ya tenía pensada, pero se ve que esa parte de mí tenía otra idea muy distinta. Salió la primera frase y de repente las lágrimas brotaron para mi sorpresa, no tenía ni idea de que eso me estuviese pesando tanto, no sabía que aquellos años me doliesen tanto. Han pasado unos días desde que escribí esto y ya siento que mi mochila pesa mucho menos, aunque ha dolido cerrar algunos círculos, pero me siento mucho más ligera. Hay algo que me apasiona y me asusta de escribir, y es cuando aparece ante mis ojos claramente qué debo hacer para seguir creciendo. Es magia...

El patio - Pablo López 

Hay una niña en un patio de un colegio de monjas, está dando vueltas alrededor de un arbolillo endeble. Hay una niña triste dando vueltas pensando en por qué no la entienden cuando habla de cómo cree que deben ser las personas unas con otras, de cómo ve la vida con ese “algo más”. Hay una niña de 7 años en el patio de un colegio de monjas sola, sus amigas acaban de reírse de ella porque les ha dicho que no hay que pelearse, que debemos amarnos y respetarnos, que hay algo que nos observa, que hay algo a lo que rendirle cuentas… Sonrío pensando en aquella niña que encontró en la clase de religión el nombre a ese “algo” que ella sentía, Dios, lo llamaban. Y las niñas se reían de ella por querer llevar a la práctica eso que le contaban en clase de religión, pero no por ser “buena” sino porque lo sentía, porque no podía comprender que sus amigas sacasen buenas notas en esas clases, que se supiesen las historias, las parábolas y las canciones mejor que nadie pero no fuesen capaces de sacarlo fuera del aula.


Miro a esa niña y le sonrío triste porque en aquel patio, ese día volvió a comprobar que pocos la comprenderían, que había cosas en ella que rechazarían, que le colgarían inevitablemente el cartel de rara y loca de forma despectiva. Ese día decidió camuflarse, decidió callarse para sentirse aceptada.


 Años después esa niña dejó de creer en las clases de religión, aquella religión volvía a confundirla, volvía a parecerle hipócrita y autoritaria, volvía a parecerle un invento de hombres. Ese Dios del que hablaban no era el Dios que ella sentía, o al menos esos que hablaban de lo mucho que lo conocían no le parecían auténticos. Cómo podían predicar el respeto y condenar la homosexualidad, cómo podían llevar el amor por bandera y odiar todo aquello que es diferente.

Hay una niña dando vueltas a un árbol en un colegio de monjas que está enfadada conmigo, porque aún la tengo allí, dando vueltas. Porque aún no he sido lo suficientemente valiente como para decirle que no, que no tomé la decisión adecuada, que las que se equivocaban eran las otras personas, que cómo pude priorizar las palabras de otros a lo que yo sentía. Está tan enfadada porque aún no he soltado ese mundo, ese recreo en el que importaba tantísimo el cartel que te colocaran, ese patio en el que importaba tantísimo lo que opinasen los demás. Y estoy harta de aquella decisión que tomé, esa que no me deja hablar tranquila de mis locuras, esa que me impide vivir cien por cien en la frecuencia y en el mundo que deseo, ese mundo que siento, que no es mentira por mucho que otros lo pensasen, porque como me dijo una gran amiga: Nadie puede tachar de mentira lo que sientes, porque tú lo has sentido y sabes que es verdad. Pero esa niña está enfadada conmigo porque cuando siento algo dejo que lo contamine lo que creo que pensarían los demás, por muy cierto hubiese sido.


Ángela, mírame, deja de dar vueltas a ese árbol, sal del colegio, la sirena sonó hace rato, ya no tienes nada que ver con aquello, no perteneces a ese lugar, ve a nadar con los de tu especie y deja al mundo que corra, ponte unos tapones en los oídos y solo siente, no dejes de sentir.


Brújula me llaman, digna de admirar me dicen, y yo solo soy una niña que da vueltas en el patio de un colegio de monjas, porque no puedo olvidar aquellos años, no puedo desvincularme… Vete, joder, vete del patio del colegio, sal de allí de una puñetera vez. Ahora tienes tu mundo, tu casa, tus sensaciones, tus vivencias, lo tienes a Él que te protege mientras te llama con todo el amor del mundo “la loca que corre” enseñándome que se puede amar, respetar y admirar lo que no se comprende. No quiero más etiqueta que esa, es la única que me vale, porque de un loco se puede esperar cualquier cosa y eso me hace libre, tremendamente libre, me deja volar porque nadie me dice que no es cierto que pueda hacerlo. El loco, mi loco interior es ese que me pide salir y desarrollarse…


Pero por lo pronto hay una niña en el patio del colegio que acaba de darse cuenta en este mismo instante que la sirena ya sonó, eso sí. Le costará salir de ese patio, pero lo conseguirá.