La estatua era una talla de piedra antigua y tosca, como la
que creaban en la prehistoria a golpes. Representaba a una mujercilla con los
pechos rebosantes y el vientre abultado. Una mujer embarazada. Los tres hombres
se acercaron a ella como hipnotizados, no eran sus formas redondas, no era el
material, era algo que no podían explicar pero se sentían irremediablemente
atraídos por ella.
Comenzaron a tocarla, a saber cuántos años llevaba escondida
en aquella cueva, cuántos miles de años se había pasado sin que nadie posase
sus ojos en ella. Pero los hombres no podían pensar ahora en conservación,
prudencia o moral, solo querían tocarla. Posaron sus manos en la fría piedra,
acariciaron sus pechos con deseo, apretaban sus muslos como si fuesen carne,
rozaban la barriga extasiados.
Los movimientos e intenciones se tornaron sexuales, sentían
lujuria por una estatua inerte, querían poseerla allí mismo, que se volviese
humana y cálida, que desprendiese olor, que tuviese sabor, que gimiese con sus
roces, que les devolviera la mirada, que humedeciese sus dedos, deseaban poder
acercar sus bocas a esos pezones erguidos y amamantarse durante horas,
alimentarse de ella.
Qué extraño y superficial parecía todo aquello, ninguno dijo
nada, solo querían estar allí con ella.
En algún momento lo carnal se volvió sagrado, no sabían por
qué, y nunca lo averiguarían, pero hacían movimientos más propios del ritual
que de la lujuria. Aquella estatua no tenía las medidas ni el estándar de lo
que se consideraba bello en sus épocas, no había cintura de avispa, ni un
vientre atractivo… era una mujer preñada, pero a ellos los tenía extasiados y
atrapados en sus formas. No hablaban entre ellos hasta que alguno dijo lo
hermosa que le parecía, a lo que otro contesto con un “Sí, es preciosa”, “Es
una diosa” concluyó el tercero, dando sin querer con la clave de todo aquel
extraño comportamiento.
Estaban ante la concreción de la magia, ante la fuerza de la
creación, la fertilidad, la vida. Estaban extasiados por el poder de la luna y
las mareas, el discurrir de lo invisible. Estaban ante el misterio del
universo, una fuerza femenina capaz de entregarse para crear, dejarse invadir
para dar paso a la vida, capaz de comprender que el poder está más en dar que
en recibir.
Y allí estaba esa figura de mujer, quieta entre las manos de
los tres hombres, esos que se creían poseedores de ella solo por tenerla ante
ellos, por haberla descubierto, sin saber que ellos le pertenecían más a ella.
No se estaban dando cuenta de lo profundo que ella les estaba llegando, que su
deseo sexual venía de su instinto, de sus ancestros, que era una herencia
antigua e histórica de cuando se veneraba y ritualizaba el poder femenino, no
se estaban dando cuenta de lo hermosa que de repente les parecía la maternidad,
no se percataban de toda la importancia que ellos le estaban dando, solo se
dejaban llevar y en ese dejarse llevar estaban venerando algo que en aquella
época ya no se veneraba.
Ojalá se hiciese carne se decían, ojalá nos devolviese la
mirada y los abrazos, ojalá nos acurrucara y nos besase, ojalá pudiésemos
derramarnos en ella.
Los hombres siguieron con su ritual inconsciente hasta que
estuvieron agotados, cayeron dormidos a los pies de la diosa y tuvieron sueños
extraños, sueños en los que los espíritus de sus ancestros les contaban sus verdades,
su verdadera naturaleza.
Los tres la deseaban, cada una a su manera.
Solo uno despertó a media noche, solo uno se arrodilló ante
la estatua y comenzó a rogar… Vuélvete humana, te lo ruego, hazte carne,
necesito tus manos en mi rostro, vuélvete humana por favor, déjame tumbarme
sobre tu pecho, déjame ser la semilla que germina en ti, déjame formar parte de
esa magia extraña que emanas, vuélvete humana, un poco al menos. Yo te amo, te
deseo y te quiero, no te lo voy a negar, déjame tenerte. Entrégate te lo
suplico. Un poco humana, solo un poco, mantén la frialdad de la piedra en tu
piel, yo te la calentaré, yo te arroparé pero déjame adentrarme en tus
entrañas, que son las entrañas de la propia vida, de la tierra, de la
naturaleza, sé mi diosa, déjame adorarte con todo mi cuerpo, déjame besarte y
morderte. Haré todos los rituales que hagan falta.
El hombre estaba como extasiado, ido, poseído por algo, de
rodillas pasaba sus manos una y otra vez por el abultado vientre de la estatua,
hacía movimientos circulares y exagerados. Hazte humana por favor, deja que la
sangre haga surcos por tu piedra, que riegue tus formas, te lo suplico. No sé
salir de esta cueva sin ti, no puedo y no quiero exhibirte al mundo, cuántos
comprenderían tu magia y tu profundidad como yo la estoy sintiendo. Por favor,
hazte humana aunque sea solo un poco, rodéame con tus brazos, bésame la frente.
Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas mientras caía rendido apoyando
las manos en el frío suelo y agachando la cabeza… Lloró mientras sus compañeros
aún dormían, aún soñaban. Lloró desde lo más profundo de él, angustiado por el
milagro que pedía: luna, hazla humana, universo, vida, magia… hacédmela humana,
dadme el privilegio de proteger todo eso que hay en ella, dadme el privilegio
de saborear todo ese misterio que esconden sus curvas, hacedme digno de su
fertilidad y belleza.
Las horas pasaron, la luz de la luna iba dando paso a los
cálidos rayos de sol que se colaban entre las grietas de la cueva.
El hombre estaba exhausto, agotado… Tan abatido que tardó
unos segundos en darse cuenta de que unas pequeñas y frías manos acariciaban su
cabeza. Levantó la mirada y se encontró con una sonrisa suave y tierna, se
encontró unos pechos rosados y un vientre abultado que ahora se movía.
Los cuatro salieron de aquella cueva, ella los amaba a todos
y se sentía querida por todos pero solo uno había obrado el milagro, solo en
uno vio la magia complementaria que necesitaba para encarnar, para dejar de ser
una fría estatua y comenzar a vivir.
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