Caminaba cierto día por el desierto de tu barriga, sediento venía de las suaves dunas que son tus pechos, mordí en ellas la arena, agarré fuerte los granos que se escapaban entre mis manos. No quemaba, era templada, cálida y acogedora, esa arena es mi hogar, esos pezones son mi asiento. Caminaba cierto día sediento por el desierto que es tu barriga, cuando tropecé y caí en el pozo de tu ombligo. No había agua, era solo hueco, pero agradecí el frescor de su profundidad, cogí fuerzas para subir y regresar al camino para saciar mi sed. Subí la suave inclinación de tu monte de Venus, qué colina tan hermosa, hecha de tierna tierra que al tumbarte se amolda a tu cuerpo, ternura que al tumbarte te hace sentir que flotas. Podría haberme quedado allí, pero yo quería el agua sagrada que tienes entre tus piernas, quería saciarme allí, anidar entre tus labios, dormir con la cabeza en tu clítoris, arropado con tu suave piel…
Caminaba cierto día por tu cuerpo, lúcido pero sediento de ti, pensaba, divagaba: Y es que eres mi mundo, un mundo complejo y hermoso, con el desierto de tu tronco, la colina de tu pubis, la cueva entre las piernas, el estrecho túnel que es tu culo, el hermoso y salvaje bosque de tu pelo, el mar de tu boca… Déjame vivir aquí, yo te habito porque tú lo permites, déjame vivir aquí. Construiré una cabaña en tus nalgas, las araré, haré surcos en ellas para que crezca mi trigo, para que crezcas, para que me alimentes. Sé mi Ceres, sé mi Diosa, yo te rendiré culto en el altar de tu nuca, ese que besaré para que te estremezcas… déjame hacerme viejo explorando tu cuerpo, no moriré sin haber descubierto cada uno de tus lunares, ese es el oro que das. Déjame andarte, déjame entrar en tus recovecos, déjame descubrir tus misterios, esos que van más allá de tu corteza. Déjame acurrucarme en el hueco de tu clavícula cuando esté triste, déjame morder tu carne cuando esté enfadado, pues saborearte es mi calma, dame ese trocito de ti, por favor… y déjame sufrirte, padecer el terremoto de tus temblores, las sacudidas de tus escalofríos. Ahógame con tus lágrimas, hazme temer el sonido de tus de tus lamentos, me refugiaré entre tus dedos cuando vengan los huracanes de tus miedos, el tornado de tu dolor…
Caminaba cierto día por el cauce de la columna en tu espalda, me dirigía a tu rostro, quería asomarme a tus ojos, me senté en la punta de tu nariz a observarlos. Me daba vértigo su profundidad ¿Hasta dónde llegarían? ¿Cuántas cosas que no entiendo hay en ellos? Miraba fijamente cuando un destello inmenso salió de ellos y me dejó ciego. Lloré, lloré mucho. Ya no podría ver tus dunas, tus sonrisas, ya no podría ver los surcos de tus nalgas…
Gateaba cierto día por el desierto de tu barriga, subía hacia tu cuello, palpando pues no podía ver. Sentí la templanza de tus pechos como nunca lo había hecho, avancé y llegué al esternón, allí pegué la oreja al suelo y a través de la piel escuché tu corazón como jamás lo había hecho, era el sonido de mi mundo, era la música de mi vida…
Gateaba cierto día por el desierto que es tu barriga, ciego y feliz, había comprendido que a ti no hay que adorarte, no hay que verte, ni beberte, a ti hay que vivirte.
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