Me levanto por la mañana y mientras me ato las zapatillas pienso en él, pienso en mi padre. Está de viaje, hace varios meses que no lo veo y lo echo de menos. Me sorprende este pensamiento, me transporta a la niñez, a las semanas más largas de mi vida, aquellas que pasó en Chile. No es que siempre estuviese en casa, no es que de repente lo echase de menos porque de estar mucho conmigo pasó a no estar, no, es solo que esas semanas fui consciente de que echaba de menos nuestra relación, el ratito de por la mañana cuando me llevaba al cole, tarde, siempre tarde, pero cantábamos las canciones en bucle como si las monjas no me fuesen a echar una regañina, echaba de menos esos pequeños momentos, no a mi padre como figura tópica, lo eché muchísimo de menos. Después hubo más viajes pero ya no lo eché de menos así, mi padre es feliz viajando y eso es algo que supe esas semanas, esas semanas supe que debía acostumbrarme a dejarlo libre, porque yo lo quería, porque yo lo quiero, y cuando de verdad amas a alguien lo aceptas como es y eres feliz con su felicidad, enjaular pájaros nunca me pareció de recibo. Luego llegaron los años malos, llegaron esos años en los que mi ego empezó a ganar las batallas, esa época en la que solo veía cómo se supone que deben ser las cosas, aunque en el fondo yo no quisiera que las cosas fuesen de otra manera. Respecto a mi padre comencé a echarle en cara que no me dedicara atención, que no se comportara como un padre “debe” hacerlo, lo hice sentir mal, y tampoco sé muy bien por qué, si yo no necesitaba un padre al uso, yo solo quería nuestra relación, como ha sido siempre: rara, esporádica y especial. Yo no quería un padre que te diga qué debes hacer, no quería un hombre que está en casa esperando a que vuelvas, que come cada día contigo y te pregunta qué tal te fue el día, juro que nunca necesité eso, de hecho en esa época oscura él intentó ser ese tipo de padre, intentó decirme cómo hacer las cosas, probablemente intentando llenar ese vacío que cada dos por tres yo le decía que tenía… pero yo no lo soportaba, en el fondo no quería un padre que se preocupara por si comía o no, si me vestía de una manera o de otra. En mi defensa diré que yo era una niña, con 12 años aun no eres capaz de plantarle cara a los convencionalismos, aún no eres capaz de diferenciar entre lo que te dicen los demás que quieres y lo que de verdad quieres. Ser hija de padres separados no es fácil pero, como suele pasar, no por lo que se suele pensar, yo no quería que mis padres estuviesen juntos, eso no me dolía, lo que me dolía era ver cómo las personas cambiaban porque tu situación había cambiado, cómo te miran con pena, cómo te vaticinan una vida de sufrimiento, cómo intentan aconsejarte, sobreprotegerte… en mi defensa diré que aunque nadie lo decía con palabras mi entorno respiraba un: qué mal lo ha hecho tu padre… y ahora pienso en aquello y me doy cuenta de que yo me rebelé contra eso, que mi mal genio, mis malas contestaciones, mi rabia era contra eso, no contra la separación de mis padres… Cuando pasó aquella época, que “casualmente” terminó cuando lo conocí a Él, dejamos que la relación fluyese, nos tirábamos meses sin hablar, pero no desde el enfado, sino desde el aceptar lo que te pide el cuerpo, a mí no me apetecía llamarlo y él a mí tampoco, pero siempre llegaba un momento en que nos necesitábamos, nos encontrábamos en un punto clave de nuestras vidas y nos ayudábamos… con mi padre he tenido las mejores conversaciones del mundo, porque en ellas he olvidado que es mi padre, y él que soy su hija. Hemos sido dos personas ayudándose, escuchándose, comprendiéndose.
Sinceramente, sigo creyendo que quiero a mi padre más que nadie, porque no lo juzgo, porque le arranqué todas esas etiquetas que llevaba puestas desde que nació. Mi padre es un alma libre al igual que lo soy yo, y no necesitamos más que nos entiendan y nos dejen volar a nuestra manera.
Ahora lo sé, yo siempre he comprendido a mi padre, estábamos destinados a querernos de manera distinta, y hoy por hoy lo puedo decir más segura que nunca. Desde niña lo endiosé, y lo hice porque ya veía su magia, veía lo increíble y hermoso que es, el error que cometí es que, conforme fui creciendo y me volví más humana, lo quise atrapar, porque eso es lo que hacemos los humanos con las cosas hermosas, las queremos atrapar y quedárnoslas para nosotros, sin preguntar, aunque eso las destruya.
Lo peor es que la relación con mi padre la he llevado un poco en secreto, y aún lo hago… no conté a nadie los viajes a Almería, no conté a nadie lo mucho que me reí cuando le dio por cantar “En el mundo de los gatos, Isidoro es un gato…” de mil maneras distintas y en bucle… aprendí a hacerlo así para evitar el juicio de los demás, para evitar que me juzgaran por disfrutar con él a pesar de lo “mal padre” que estaba siendo. Y es que las personas lo queremos todo, no nos conformamos con lo que nos quieran dar, exigimos y exigimos… como una persona nos haga sentir bien durante un tiempo lo agarramos y lo presionamos para que nos haga sentir así constantemente, en vez de quedarnos con esos tesoritos que da la vida, en vez de saborear lo bueno que ya tuvimos… Recuerdo un día de playa con 14 años, habíamos ido a Málaga a recoger a unos extranjeros, en verdad era un viaje de trabajo, pero por la mañana estuvimos jugando en la playa, los dos solos. Teníamos una pelota, jugamos a quitárnosla o a algo así, no lo recuerdo bien… Pero fue una mañana genial, estaba feliz. Recuerdo el viaje de vuelta enfurruñada por culpa de mi cabeza: “Me da migajas””No quería estar conmigo, solo que tenía que estar””Soy una carga para él””Su trabajo está antes que yo””Me quiere un rato y luego se le olvida””Yo quiero que sea como esta mañana siempre”. No sé si veis lo dañino que era eso para ambos… a él lo culpaba y yo me privaba de ser feliz, de ser feliz por lo genial que había sido el día, aunque a la vuelta el coche estuviese lleno de extranjeros ¡Qué más daba!. Mi padre me ha dado grandes momentos, momentos que solo le he contado a Él, pues es el único que no me creería una idiota por quererlo incondicionalmente, porque nadie entiende.
Me abrocho los cordones de la zapatilla y me doy cuenta de que lo echo de menos, pero ese echar de menos tranquilo y sereno, ese “ojalá pueda verlo pronto”, porque al fin puedo decir tranquila que, para mí, es el mejor padre del mundo… Me llevaba por las rocas de la playa a buscar charquitos para ver las anémonas, cogerme un cangrejito y que me correteara en la mano antes de volver a lanzarse al agua, mi padre me llevaba a Madrid y me dejaba elegir qué visitar, aunque eso significase tirarnos horas en el Corte Inglés probándome ropa, o comprar vinilos en una tienducha de un parking subterráneo, mi padre me llevaba a buscar ovnis, mi padre escucha mis sueños y, por muy de “Antoñita la fantástica” que parezcan, los hace suyos y me dice que los conseguiré, porque los dos somos unos soñadores que sueñan alto... Mi padre es el mejor padre del mundo y merece saberlo.
Y es que otro de los motivos que lo hacen ser el mejor padre del mundo es que sé con seguridad que va a leer esto con las mismas ganas y amor que lee todo lo que escribo.
Te quiero mucho papá
Cómo lo sabes, Pelusilla.
ResponderEliminarCómo volver a decirte que cuando crezca, quiero ser como tú.
Cómo agradecerte que no tenga que demostrarte nada.
Cómo añorarte cada día y sentir tu presencia en mi vida, aunque no te vea.
Cómo suena de extraño que mi confidente, mi consejera, sea mi hija.
Cómo darte mil veces las gracias por dejarme ser yo.
Cómo estoy tan orgulloso de tí.
Cómo te quiero!