Allí estaba ella sintiendo el calor en su rostro, el fuego de la chimenea reflejado en sus ojos, con su taza de barro, con la infusión bajando por la garganta. La luz de la Luna llena entraba por la ventana de la cabaña.
La puerta sonó, ella no se asustó, sabía que escucharía ese sonido, esa noche, sabía quién estaba al otro lado. Abrió despacio pero sin dudar “Hay Luna llena” dijo el hombre que aguardaba en el umbral. Ella extendió la mano para agarrarlo y llevarlo a la cama cubierta de pieles, como era costumbre cada Luna llena. Pero esta vez él apartó la mano, la agarró de la nuca y la tumbó allí mismo.
Sentía la tierra del bosque en su espalda, sentía las embestidas en las entrañas, sentía la luz de la Luna bañándole la cara. Esa luz, el silencio de la noche, el olor de aquel hombre, ese hombre del que desconocía por completo nombre, profesión o vida, ese hombre que la follaba cada Luna llena desde que aquella lejana noche se encontraran en el bosque, desde esa noche que pareció un sueño, un remanso de paz en una vida dura, en una vida de soledad y rechazo. Desde aquella lejana noche establecieron un pacto sin palabras. Pero esta vez era distinto, la Luna brillaba más que nunca, el cielo y el suelo estaban más vivos que nunca. Él la poseía con un brío especial, la miraba a los ojos y ella podía ver en su negrura la profundidad de esta, podía ver la sabiduría de aquel hombre rudo, una sabiduría que él mismo ignoraba pero que ella reconocía… Cuando el orgasmo se acercaba entró en una especie de trance, sentía la conexión con él, con la vida, con la magia, sentía la conexión… él se derramó en su vientre, ella gritó de éxtasis y rabia. La misma que unos segundos después invadió sus ojos, y encendió su melena. Lo empujó enfadada, iracunda, lo sacó de ella sin un ápice de la ternura que acostumbraba a tener hacia él. Le gritó que se fuese, que no volviera nunca más, enfadada y llorando a borbotones lo expulsó de su cuerpo y su casa. El hombre la miraba serio mientras se alejaba subiéndose los pantalones. En cuanto no era más que una sombra en la lejanía se rompió agarrándose el vientre, cayó de rodillas y hecha un ovillo pasó lo que quedaba de noche maldiciendo al hombre, a la Luna, maldiciéndose a ella misma…
Cuando el primer rayo del amanecer iluminó su rostro, se levantó, se secó las mejillas y aceptó su destino, aceptó ese camino que siempre supo que debía seguir, por mucho que le doliese o aterrase. Respiró profundo y se dispuso a hacer un pequeño macuto con comida y algunas pertenencias. Al cerrar la puerta del que había sido su solitario hogar pensó en él, en cómo lo reconoció, cómo sabía que sería el que la haría tocar el cielo con la punta de los dedos, y cómo sería él el que la llevase a su terrible, aunque necesario, destino. Lo amaba, eso nunca se lo dijo, lo amaba con toda su alma, ella le pertenecía como ya le perteneció en otra vida más lejana, por eso desde el primer momento se entregó a él, le salía natural… pero esta no era vida para el amor, al menos no de ese tipo, esta no era vida para la convivencia y el matrimonio, esta no era vida para la esclavitud, aunque fuese de amor. Esta era vida de reencuentros fugaces, de pactos de pequeña duración, para ella esta era una vida de soledad femenina. Si él hubiese sabido que una vez al mes le sabía a muy poco, que deseaba yacer cada una de las noches de su vida a su lado… Ay, si él hubiese sabido que por muy ruda y áspera que pareciese estaba llena de amor por él, de un amor único y mágico, si él hubiese sabido que el mundo le sobraba cuando la penetraba, si hubiese sabido lo mucho que le dolía fantasear con criar juntos a esa niña que engendró esa noche, ay si él se hubiese enterado tan siquiera de que la llevaba en su vientre… pero no, ella era un alma vieja, era un alma consciente, ella sabía a qué venía, sabía que los tiempos empezaban a cambiar, que esa vida era clave, sabía que el mundo giraba hacia el fanatismo, hacia el control, sabía que era el momento histórico de posicionarse, era la hora de asentar su recorrido como alma… hasta ahora nadie la había molestado en ese sentido, pero ahora a su sensibilidad, a su magia, a su sabiduría le tocaba ser rechazada. Le tocaba elegir entre esconderse arriesgándose así a que su alma y la de su linaje retrocediesen, se perdiese lo conseguido hasta ese momento, o cargar con esa cruz que ese nuevo mundo había inventado, ese cartel que la condenaría de una u otra manera en cada una de las vidas futuras, le tocaba elegir entre vivir más años en ese tiempo o morir y condenarse bajo el yugo de esa nueva palabra, morir como una bruja.
Tenía clara su dolorosa decisión. Se marchó de su amado bosque con un linaje de mujeres fuertes, sensibles y poderosas en el vientre, prometiéndole a Él en secreto reencontrarse en una vida más tranquila, una vida en la que darse entera, en la que saborear su piel, cada día, cada noche.
Y sí, ella ardió, sintió el fuego en su carne mientras su hija miraba escondida. Pero murió sin pena, esa niña miró sin pena, ellas sabían que era un sacrificio necesario, un paso que llevaría a su estirpe a recordar la magia por los siglos de los siglos, que llevaría a su estirpe a no renunciar a ella bajo ninguna circunstancia.
¿Y Él? Él volvió a buscarla la siguiente Luna llena, pero de la chimenea no salía humo, el aire no olía igual, el bosque había perdido su esencia, la casa estaba muerta, era sólo piedra, sin la vida que tenía cuando ella abría la puerta. Aún así entró, se arrodilló en la cama agarrando las pieles y telas que aún tenían su aroma. Inspiró profundo y se prometió no olvidar jamás su olor.
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